Primer capítulo de ‘Un plan muy Dulce’


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«Me llamo Dulce. Dulce Estrella de la Anunciación, para no faltar a la verdad. Soy agente inmobiliaria en una agencia de la Costa del Sol, socia de un gimnasio al que nunca voy y madre soltera veintiséis días al mes. Los cuatro días restantes soy simplemente soltera, socia de un gimnasio al que nunca voy y consumidora imbatible de palitos de cangrejo. Soy la flamante ganadora de tres cajas de dos kilos que sorteaba la marca, en uno de esos sorteos que tienes que mandar equis etiquetas de sus productos. Así que, los fines de semana que a Óscar le toca llevarse a Ángel, el hijo de cuatro años que tenemos a medias, es prácticamente lo único que como. Me pongo mi batamanta, me hago un moño, me siento frente a la tele y me pongo morada de palitos de cangrejo. Si mis cálculos no me fallan, tengo suficientes para sobrevivir hasta Semana Santa. Definitivamente, esta ardilla no va a morir de inanición durante el invierno. Tengo el nido bien abastecido. Ni tampoco moriré de frío gracias a mi batamanta, fruto de una oferta del Correfour que fui la primera en conseguir. Llegué antes de que abrieran para no quedarme sin ella. Aunque no solamente me alimento de palitos de cangrejo, últimamente los acompaño de yogures con fibra por cortesía de una oferta Compre dieciocho yogures y llévese un paquete de rollos de papel higiénico”. Así de efectivos se supone que son. Me faltaba una etiqueta de ese papel para conseguir un portarrollos extremadamente mono, de modo que me vino muy bien. Maté dos pájaros de un tiro. La suerte es así, se presenta en el momento y en el lugar menos esperado, sobre todo en los supermercados Tiendasol. Si no estás al tanto, cualquier desalmada te la podría robar y disfrutar de tu merecido destino en tu lugar.

De hecho, eso fue exactamente lo que me pasó con Óscar. Tuve la suerte de que se cruzara en mi camino hace seis años, cuando su agencia y la mía competían por vender un piso en Fuengirola. Nos encontramos cuando él salía de enseñárselo a sus clientes y yo me disponía a entrar para hacerlo con los míos, lo que provocó una poco profesional conversación entre nosotros. Por aquel entonces yo acababa de aterrizar en el mundo inmobiliario proveniente de una recepción de hotel. Tenía veintitrés años, un plato de comida sobre la mesa y una cama en casa de mis padres. Además de un montón de vales de descuento para Aqualand Torremolinos y una recién ganada cesta de Navidad –con paletilla ibérica– que me había tocado en el sorteo del bar donde solía ir a desayunar. Por segundo año consecutivo, me enorgullece recordar. El caso es que estaba surtida de artículos de primera necesidad, la suerte me acompañaba y me podía permitir quedarme sin nómina durante una temporada. No tenía por qué ser educada y aguantar aquel atropello.

No se preocupen, vendrán a fumigar antes de que sean los propietarios de este magnífico piso –les dije a los señores que me acompañaban, mirando a Óscar con desprecio.

Intentaba hacerle saber que me parecía una sabandija, una cucaracha inmunda que pretendía robarme mi primera comisión. Yo nunca he sido de las que permiten que le quiten lo suyo y con él, por muy bien que estuviera, no pensaba hacer una excepción.

Como ven, no sólo tienen un inmenso jardín con piscina abajo, también crecen flores preciosas en la escalera –les dijo Óscar a sus acompañantes refiriéndose a mí, pasando por mi lado con actitud seductora.

Al meterse en el ascensor le miré atónita, porque lo que yo había esperado era una contestación en la misma línea de mi despectivo comentario, no una insinuación. Quería guerra, demostrarle que era una competente agente inmobiliaria, a pesar de que realmente era una completa novata en el tema. Pero él me sonrió hasta que la puerta del ascensor se cerró y entonces comenzó a bajar mientras yo empecé a preguntarme si le había gustado. Si a un hombre tan arrebatadoramente sexy como él de verdad le parecía preciosa.

Me obsesioné con Óscar. No podía quitármelo de la cabeza y, como consecuencia, acabé enamorándome perdidamente de él. Como el noventa por ciento de la población femenina, tal como pude comprobar muy pronto. Pero a pesar de la competencia que me acechaba, conseguí su número de teléfono y empezamos a quedar. Enseguida nos fuimos a vivir juntos y dos años después de conocernos nació Ángel, mi premio más gordo. Y no lo digo en sentido figurado, qué va, ese niño siempre tiene hambre. Llegó al mundo superando los cuatro kilos de peso y la primera palabra que pronunció fue ‘jamón’. Nada de ‘papá’ ni ‘mamá’, dijo claramente: “¡Jamón!”. En fin, que era tan feliz que no podía creérmelo. Esta vez me había tocado lo más grande, y sin tener que reunir tickets del Tiendasol. Sin embargo, hace tres meses, mi suerte me abandonó. Pensé que ya siempre estaría de mi lado y sin darme cuenta una aprovechada se coló en mi vida y me la robó. Concretamente, me robó a Óscar.

O se dejó robar, para qué vamos a quitarle a él su parte de culpa. La víbora en cuestión se llama Mara. Es delgada y alta. Altísima. Viste con ropa cara y por norma lleva tacones de vértigo. Huele muy bien y siempre se hace la tonta, supongo que para disimular sus artes zorrunas, y a pesar de que en el mundo inmobiliario es bien conocida por sisarnos las ventas. Trabaja con Óscar en su misma inmobiliaria y de paso también se lo trabaja a él. Cuando me enteré de lo que estaba pasando eché a Óscar de casa y, como resultado, se fue a vivir con ella. ¡Qué gran error cometí! Sé que debería odiar a Óscar en vez de malgastar mi preciado odio con la Víbora, pero no puedo dejar de preguntarme: ¿se puede saber quién le dio derecho a entrar en mi sorteo? ¿No sabía que el premio ya estaba adjudicado? ¿Por qué tengo que estar yo un sábado por la noche comiendo palitos de cangrejo y enfundada en una batamanta mientras ella está en su asquerosamente enorme chalé, con mi arrebatadoramente sexy expareja y mi hijo de mofletes adorables? Ese reparto no es nada equitativo, lo mires como lo mires. No puedo aceptar que no haya justicia divina.

¿Qué haces? –me pregunta mi amiga Anabel por teléfono.

Cosas privadas –le contesto dándole un bocado a mi séptimo palito de cangrejo.

¿Cómo de privadas? –me pregunta con recelo.

Un montón –le digo masticando sin ganas, perdida en mis pensamientos.

Anabel me llama todos los fines de semana que no tengo a Ángel para intentar sacarme de casa. Yo ya no sé cómo decirle que tengo otras cosas más importantes que hacer, como ver el canal de El Mercadillo en Casa o babear el reposabrazos del sofá. Se empeña en intentar convencerme de que deje de pensar en la Víbora, que pare de desearle accidentes domésticos porque eso no funcionará. Pero yo sé que un día u otro acabará electrocutándose “el peluche” con la depiladora. Lo he visualizado mil veces.

¿Y esas cosas un montón de privadas no puedes posponerlas hasta mañana? –me pregunta Anabel con retintín–. Vístete, hoy vamos a salir.

Uy, qué va. No puedo –me apresuro a decirle–. Son cosas un montón de privadas de las no posponibles.

¿Cómo de no posponibles? –me pregunta Anabel.

Imposponiblemente no posponibles. Ya sabes cómo son estas cosas –le digo para despistarla.

Después de mi respuesta, viaja un largo silencio con las ondas telefónicas. El presentador de El Mercadillo en Casa está informando a los telespectadores de que si llamas ahora te puedes llevar dos pares de zapatillas muy mulliditas por el precio de uno. Observo maravillada que me pegan con mi batamanta y eso respalda mi argumento de que mis cosas privadas son de las no posponibles. Debo llamar antes de que acabe la oferta, nunca se sabe cuándo habrá otra así. No quiero volver a tentar a mi suerte.

Anabel, me ha surgido un imprevisto y tengo que colgar –le digo súbitamente.

Vístete, voy para allá –me dice ella.

¡No! No vengas. Además, no puedo salir, tengo toda la ropa interior en el cesto de la ropa sucia. Me disponía ahora mismo a poner una lavadora –le miento mientras salgo disparada hacia el balcón para ver si puedo verla.

Anabel y yo somos casi vecinas, vive en los apartamentos que hay justo enfrente de los míos, compartiendo comunidad. Sólo nos separa el jardín y la piscina, unos veinte metros medidos a ojo de buen cubero, de modo que es muy común entre nosotras que nos hagamos señas desde el balcón y que tengamos una llamada en clave para reunirnos abajo algunas noches para tomar el fresco. Es un ‘Uuuu, uuuu’. Mi vecina de al lado todavía está convencida de que en nuestro jardín vive un búho, una noche la vimos lanzando migas de pan a las palmeras desde su ventana.

Pues no te pongas bragas –me dice Anabel haciendo mímica desde su balcón, abanicándose “el peluche” bajo el vestido para que me haga una idea. Y a pesar de que no hay necesidad de que haga eso, ya que puedo oírla perfectamente por el teléfono–. Tú esta noche sales, y no se habla más.

Imposible, acabo de meter un pollo muy grande en el horno –le digo imitando a ese animal, dando cortos paseos por el balcón mientras aleteo con los codos flexionados.

Y una mierda –me dice Anabel señalándose el culo y tapándose a continuación la nariz–. No mientas más.

No te miento, palabrita de agente inmobiliaria –le respondo besándome dos dedos y poniéndomelos seguidamente en el corazón, con la cara agachada en señal de respeto.

Ah, ¿no? ¿Y por qué ibas a tener un pollo enorme en el horno, si Ángel no está en casa? –me pregunta Anabel muy sabidilla, abriendo los brazos a los costados y arqueando las piernas.

¿No estarás imitando a mi hijo? –le digo remangándome las mangas de mi batamanta en plan matona, para que pille el mensaje–. Es sólo un niño, no está bien que le llames gordo.

No, mujer. Imitaba al pollo –me dice ella aleteando de un lado a otro del balcón–. ¿No me has dicho que era muy grande?

Gigante, he tenido que empujarlo con el pie para que entrara en el horno –le contesto haciendo ese mismo gesto con mi pie un par de veces.

Para de decir tonterías. Voy ahora mismo en tu búsqueda –me dice Anabel poniéndose de lado y haciendo unos pasos de Break Dance.

Parece que ande, pero no se mueve del sitio.

No malgastes energía, no conseguirás sacarme de aquí –le digo haciendo el mismo paso que ella.

Pero al momento, Anabel desaparece del balcón y unos segundos después se apaga la luz de su salón, señal inequívoca de que esta vez estaba hablando en serio. La veo cruzar el jardín comunitario con paso decidido y al llegar a mi bloque levanta la vista hasta mi balcón mirándome de manera desafiante. No voy a tener más remedio que salir esta noche. Veo que Anabel está decidida a sacarme de mi encierro.

Dulce, no puedes seguir así. Debes empezar a relacionarte, intentar distraerte. No es sano que una chica de veintinueve años, lista y mona como tú, se pase los sábados por la noche comiendo palitos de cangrejo y viendo El Mercadillo en Casa –me dice Anabel cuando nos quitamos las chaquetas y nos sentamos en la mesa de un bar para picotear.

Ha encontrado todas las pruebas de mis mentiras en cuanto ha entrado en mi casa y ya no he podido seguir mintiéndole más. No es que se hubiera creído alguna de mis tontas excusas pero, por si le cabía alguna duda, ha visto dos paquetes de palitos de cangrejo abiertos sobre la encimera de la cocina, cuando ha ido a comprobar cómo iba el pollo fantasma que tenía en el horno. Y se me había olvidado cambiar la tele de canal, por lo que sabe perfectamente lo que estaba viendo. De todas formas, ella ya sabe de siempre que El Mercadillo en Casa es mi fiel compañero. Me encanta estar al tanto de sus maravillosas ofertas.

Lo sé, Anabel, pero todo a su tiempo. Todavía estoy intentando acostumbrarme a mi nueva vida y me siento descolocada –le respondo a su consejo, bastante incómoda por su descripción de mi situación.

Hace que me sienta ridícula, la verdad. Hace tres meses yo era una persona feliz haciendo cosas de persona feliz. Llevaba una vida tranquila junto a Óscar y nuestro hijo, éramos una pequeña familia normal. Pero ahora mi vida se ha vuelto del revés, un caos que no sé cómo ordenar. Nunca pensé que me llegaría a ver así, que me podría suceder esto, por mucho que a Óscar le gustara flirtear. A mí no me molestaba demasiado porque lo veía como algo natural en él, parte de su carácter, y me enorgullecía saber que por mucho que gustara al sexo contrario él era solamente mío. Creí que nunca se atrevería a cruzar la línea, pero está claro que me equivoqué. Sólo hizo falta que llegara la persona adecuada, una víbora venenosa, para que él se decidiera a dar el paso.

Su tiempo es ya, Dulce. No solucionarás nada quedándote en casa y torturándote pensando en la Víbora –me responde Anabel a mi anterior comentario.

No puedo evitar torturarme. Hoy el niño está con ella y saberlo me pone de los nervios –le digo con una mezcla de rabia y tristeza al pensar de nuevo en ello.

Ya, eso sí. Menuda porquería –me responde Anabel–. Óscar la ha metido demasiado pronto en la vida de vuestro hijo.

No soporto que Ángel esté en casa de esa bruja, durmiendo con ella y escuchando su impostada voz de pava. Me siento muy impotente, pero no puedo hacer nada al respecto. Óscar ahora vive allí y allí es donde Ángel pasa los fines de semana que a su padre le toca llevárselo. Cosa que la Víbora aprovecha para conseguir ganárselo, con sus malas artes zorrunas. Cuando Ángel vuelve a casa los domingos por la tarde siempre tiene cosas buenas que decir sobre ella. “Mami, Mara tiene una nevera llena de embutido”. “Mami, Mara me ha comprado tres helados”. “Mami, Mara huele a tarta”. “Mami, Mara le ha tocado el pajarito a papá”. Y así se tira hasta por lo menos el viernes. Incluso la ha dibujado en el colegio, con unas alitas sobre los hombros y una cosa en las manos que me parece que es una fideuá. No he querido preguntárselo para salir de dudas, porque no quiero recordarle que existe.

¿Sabes? Ángel me preguntó el otro día si podía llamarla mamá. Mami Mara, para hacer una pequeña distinción –le confieso dolida a Anabel.

No… –me responde ella asombrada, abriendo mucho los ojos con sus correspondientes largas y espesas pestañas.

Qué ojos tan bonitos tiene mi amiga, qué envidia.

Sí –le digo resignada–. Esto va de mal en peor, la cosa es seria.

Cuando Ángel me lo preguntó se me rompió el corazón. ¿Cómo puede mi hijo de cuatro años proponerme algo así? ¿Es que no tiene bastante con una madre? ¿Tan mal estoy haciendo mi papel que necesita otra de repuesto? Me estoy angustiando, no debería haber salido de mi casa. Necesito volver al hueco de mi sofá, donde me siento tranquila y segura.

Puede que eso haya sido idea de la Víbora. ¿No te parece raro que el niño, con lo enmadrado que ha estado siempre, te proponga algo así? –me pregunta Anabel con cara de sospecha.

Sí, claro que me lo parece. Pero no paras de decirme que estoy obsesionada con ella, así que a veces no sé qué pensar –le digo resentida.

Bueno, eso todavía no me lo habías contado –me dice Anabel preocupada–. Creo que podríamos estar ante un caso de intento de robo de niño. Primero fue a por el macho y ahora pretende apoderarse de su cría.

Lo que me faltaba, que Anabel confirmara mis sospechas precisamente hoy que Ángel está con ella. Ahora no puedo dejar de imaginármela observándolo mientras duerme. Desde la puerta de su habitación, con expresión perversa. Como en las películas en las que las niñeras se obsesionan con los maridos y los niños ajenos y hacen cualquier cosa para quedárselos.

¿Qué voy a hacer, Anabel? Esto es injusto –le digo llorosa–. Parece que cuanto más la odio yo, más la quieren ellos dos. Supongo que la única solución a mi problema sería que desapareciera. Asesinarla.

No lo hagas, desde la cárcel no podrás enterarte de ningún sorteo –me dice Anabel desechando la idea con un gesto de su mano–. Y además, sólo te faltan dos códigos de barras para conseguir la colección de fiambreras. No lo eches todo a perder por un insignificante homicidio.

Eso es verdad, me ha costado mucho reunir dieciocho códigos de barras de esas pastillas de caldo –le digo sonriendo con un poco de ilusión–. Se las he estado echando a todo lo que te puedas imaginar para conseguir gastarlas, hasta a los bocadillos. Ahora mismo tengo un elevado nivel de potenciador del sabor en mi sangre. Espero que la policía no me pare para hacerme soplar unas lentejas.

Ya decía yo que olías a vaca –me dice Anabel olisqueando el aire entre nosotras.

No huelo así por las pastillas de caldo. Es que este vestido lo llevaba puesto la última vez que salí con Óscar y no tengo corazón de lavarlo –le digo avergonzada.

Necesito tener algo que me recuerde a nuestros tiempos felices. Cuando estábamos juntos y supuestamente enamorados. Cuando todavía no sabía que la Víbora se había apoderado de Óscar y él dormía cada noche en nuestra cama. No puedo lavar este vestido.

Qué asco, por favor –dice Anabel echándose hacia atrás con la nariz arrugada–. Dulce, definitivamente, tienes que hacer algo con tu vida. Nunca podrás salir del pozo si tu única ilusión es conseguir un juego de fiambreras.

Ya, claro, podría hacer algo con mi vida. Suicidarme. Así podría salir de esta situación en la que me han metido sin pedirme permiso. Estoy tan desmoralizada que ni esa oferta de caña con tapa por un euro que hay escrita en la pizarra del bar me levanta el ánimo. Y mira que ya no se ven muchas así.

¿Y cómo te va a ti? ¿Todavía quedas con el dueño de ese restaurante de Puerto Marina? –le pregunto para cambiar de tema.

A pesar de que creo que conozco la respuesta, probablemente afirmativa, prefiero que la conversación no se centre exclusivamente en mí. Necesito distraer mi mente para dejar de imaginarme a mi hijo retenido como rehén en casa de la Víbora. Y no es ninguna tontería, por ahí corre una historia sobre una agente inmobiliaria de Marbella que se quedó encerrada toda una noche en el cuarto de la plancha de un chalé que tenía que enseñar al día siguiente. Supuestamente, el incidente fue un accidente. Pero todos los dedos apuntaron a quien ya sabemos…

Pues ahora mismo estamos en stand by –me responde Anabel con una sonrisa maliciosa.

¿En stand by? ¿Como los reproductores de DVD? Explícate mejor, no lo entiendo bien –le pido intentando mostrar interés.

Estamos juntos, pero no lo estamos. Hasta nueva orden. La mía, por supuesto –me contesta ella orgullosa.

¿Qué vais a tomar? –nos pregunta el camarero acercándose a nuestra mesa, con su pequeña libreta y su bolígrafo en mano.

Resulta que el bolígrafo es de la inmobiliaria donde trabajan Óscar y la Víbora, de esos de publicidad para regalar, y ahora no puedo parar de mirarlo frustrada. Por más que lo intento, no puedo olvidar mi angustiosa preocupación. Ya sabía yo que no debería haber salido, hacerlo no me está ayudando en nada.

Yo quiero una copa de vino tinto y un par de tapas. Veamos… migas y revuelto de gambas –le responde Anabel al camarero después de mirar su carta.

¿El bolígrafo se lo habrá dado ella, la Víbora en persona? ¿O habrá sido Óscar? Si es así, entonces lo habrá tocado… Con esas manos tan masculinas y bien cuidadas que antes me tocaban con tanta pasión a mí y que ahora tocan a esa madrastra de cuento. A la misma que un día se electrocutará “el peluche” pasándose la depiladora, para más datos. Verás qué chulo le va a quedar el pelo de ahí cuando se le chamusque. Y algún día eso pasará, seguro, ya casi puedo oler a pollo quemado. Como cuando te quemas los pelos de la nariz con el mechero, ¡pero a lo bestia!

¿Y la Niña de la Curva, qué tomará? –oigo preguntar al camarero haciéndose el gracioso.

¿Perdona? –le pregunto volviendo de un guantazo invisible a la realidad.

¿He oído bien? Pues a mí él también me parece el tonto del pueblo con esas gafas de vieja y esa barba larga y me lo estoy callando.

Es que estabas mirando mi bolígrafo como si estuvieras ida y llevas un vestido como el suyo. Como el de la Niña de la Curva –me dice soltando una risa ridícula.

Sí, este es tonto. O hipster, como se dice ahora.

Ah… Supongo que la habrás recogido muchas veces de la curva para haberte quedado tan bien con su vestido –le digo con ironía.

Claro, siempre llevo dos cascos por lo mismo. Para que no la multen –me contesta volviendo a reírse de esa manera tan tonta.

¿Eres de El club de la comedia? –le pregunto mirándole con cara de asco.

No, soy de Antequera –me responde él.

Esto… mira, ponme lo mismo que a mi amiga –le digo resoplando de agobio–. ¿Qué me decías antes sobre el stand by? –le pregunto a Anabel para que se largue el camarero.

Pero está claro que hay gente que no puede detectar cuándo molesta, porque el pánfilo de las gafas de vieja sigue ahí de pie sonriendo por algo que sólo él encuentra divertido y parece que esté pensando en algo más que decir. No lo soporto, yo hoy no estoy para aguantar esto.

Pues, verás, ya estaba muy cansada de que fuéramos amigos con derecho a roce y como no se decidía a que tuviéramos algo serio le hice entender que no iba a esperarle toda la vida –me explica Anabel.

¿Ese vestido es del Freska? –me pregunta el camarero con su taladrante risa.

¿Crees que podría haber vida inteligente en otros bares? –le pregunta Anabel.

Mi tío Manolo tiene un bar y sabe decirte el menú de abajo para arriba sin mirar –le responde él.

Es imposible que no haya pillado la indirecta de Anabel, ¿no? Pero, ¿de dónde habrá salido este espantajo?

¿Podríamos cenar antes del lunes? –le digo mirando mi reloj–. Mañana hay misa y no quiero que se me junten las migas con el agua bendita.

Ea, sí. Voy a ver si quedan –me dice dirigiéndose a la barra.

Qué descanso, por favor. Espero que tarde en volver.

Así que se lo dijiste. Le pusiste las cosas bien claras –continúo charlando con Anabel.

No, qué va. ¿Cómo puedes preguntarme eso? Con los hombres no se puede razonar hablando –me responde ella mirándome como si estuviera loca–. Empecé a verme con otro y lo llevé a cenar a su restaurante un par de veces. Para que se diera cuenta de la chica tan solicitada que iba a perder.

¿Y eso te ha funcionado? –le pregunto perpleja.

¿Que si me ha funcionado? –me dice orgullosa–. Me llama veinte veces cada día para decirme que no puede vivir sin mí. Tiene unos celos que no le dejan vivir. Pero todavía le quiero hacer sufrir un poco más, no pienso volverlo a ver hasta que su síndrome de abstinencia por mí esté dando sus últimos coletazos. Este ya no se me escapa –dice cerrando su puño en el aire, como si hubiera cazado una mosca.

La Virgen de la gorra de béisbol…

Pero qué tontos son los hombres. Así que cuando te tienen a sus pies, sólo para ellos, no te valoran. Pero si tienen competencia, de repente, se vuelven locos por ti. ¿Por qué necesitarán ser el gallito más fuerte del corral? ¿Se lo habré puesto yo demasiado fácil siempre a Óscar y por eso ya no está conmigo? ¿Me tenía tan segura que acabó aburriéndose de mí?

Nunca debí echar a Óscar de casa –le digo a Anabel sintiéndome de nuevo muy desdichada–. Debería habérselo hecho pagar de alguna manera, pero dejarle la puerta abierta para que se fuera con la Víbora fue un error. La rabia me pudo.

No digas eso, hiciste lo que sentías en ese momento. No es fácil afrontar algo así –me dice Anabel cogiéndome la mano sobre la mesa.

No, no hice bien. Ángel ya no tiene a su padre en casa y yo me he quedado sin el hombre del que estoy enamorada. No debería haberle dado tanta importancia a una infidelidad, puede que para Óscar ella fuera sólo un pasatiempo y yo le empujé sin darme cuenta a que fuera algo más –digo con dos lágrimas rodando por mis mejillas.

¿Crees que está con ella porque no tiene donde ir? –me pregunta Anabel.

No lo sé –le respondo confundida.

Pero, ¿te parecía feliz mientras vivíais juntos? –me continúa preguntando.

Nunca le noté infeliz. Una de dos, o lo disimulaba muy bien, o lo de la Víbora fue algo puntual. Ya sabes cómo es Óscar; le encanta tontear, dorarte la píldora. Sabe que es guapo y le gusta utilizarlo, lo hace hasta para vender apartamentos. Puede que ella le siguiera demasiado tiempo el juego y que así le acabara convenciendo de caer en la tentación. Conociéndola como la conozco, no me extrañaría nada que fuera algo premeditado –le respondo a Anabel analizando la situación.

Bueno, hay víboras muy insistentes, eso es verdad. Y muy intimidadoras. Las serpientes son capaces de tragarse un huevo sin respirar. Podrías tener razón –dice Anabel.

Qué desagradable. Esa comparación me parece muy asquerosa, Anabel –le digo imaginándome otra clase de “huevo”.

Pues bienvenida al mundo real. Es posible que a Óscar, en este momento, ya le falte un testículo –me dice Anabel–. Se habrá quedado huevi-cojo.

Qué rabia me da no haberme dado cuenta antes de lo que estaba pasando. ¿Cómo he podido ser tan torpe y dejar que esa mala pécora con voz de tonta me quitara a Óscar? He estado tan sumida en mi tristeza que se lo he puesto demasiado fácil, me he dejado ganar. En unos pocos meses le he puesto en bandeja a mi arrebatadoramente sexy expareja y a mi hijo de mofletes adorables, porque no he movido un dedo para evitar que ella continúe en sus vidas. Anabel tiene razón, no puedo seguir así. Compadecerme de mí misma no va a solucionar nada.

Anabel… –le digo pensativa.

Sé lo que estás pensando, reina de las ofertas. Y ese es el plan que tienes que seguir, muéstrale a Óscar la chica tan solicitada que está a punto de perder –me dice ella señalándome con el dedo.

En efecto. Voy a intentar recuperar a Óscar –le digo empezando a sentirme animada.

Así se habla, no pares hasta que no pueda soportar su síndrome de abstinencia por ti –me dice Anabel acercando su cara a la mía sobre la mesa.

¡Sí! Voy a demostrarle que yo también puedo flirtear, que los hombres me desean, que yo también tengo ojos para otros. Que no me tiene, ni me tuvo nunca a sus pies.

¿Y si mi plan no funciona? –le pregunto, de repente asustada.

Si no funciona, es que ya no te quiere. Tendrás que aceptarlo y olvidarte de él –me dice Anabel.

Eso me parece bastante duro de asimilar en estos momentos. Si resulta ser así, que Óscar ya no me quiere, nuestra pequeña familia estará rota para siempre y a Ángel algún día le parecerá muy normal llamar a la Víbora ‘mami Mara’. A la misma persona que se estará riendo de mí porque ha conseguido fácilmente lo que quería. Tendré que hacer de tripas corazón y seguir con mi vida. Pero no sabré la respuesta si nunca lo intento, y ahora creo que estoy dispuesta a luchar.

Bien. Si ya no me quiere, lo superaré –le digo a Anabel muy decidida.

Claro que lo harás, todo deja de doler con el tiempo. Pero eso no quiere decir que tengas que conformarte con lo que tienes ahora –me contesta mi amiga.

Y no lo haré –le digo chocando mi mano con la suya en el aire.

No quedan migas –dice el camarero acercándose otra vez a nuestra mesa–. Se las habrán comido las palomas. Piiitas, pitas, pitas –añade con su tonta risa.

¿Se puede tener menos gracia? Estoy segura de que no.

Pero ahora sus tonterías ya no me molestan tanto como lo hacían hace unos minutos. En este momento siento una ilusión que hacía tres meses que no sentía. Una chispa de esperanza se acaba de prender en mi corazón y con cada segundo que pasa se reaviva más. Puede que Óscar y yo todavía estemos a tiempo de recuperar nuestra relación, de hacer borrón y cuenta nueva y olvidarnos de este bache tan desagradable que estamos pasando. Por mucho que me cueste, estoy dispuesta a perdonarle su infidelidad. Nuestro hijo se merece eso y mucho más, y yo también me merezco recuperar mi destino. El que me había tocado muy justamente.

Miro hacia la calle con la barbilla alzada, sintiéndome muy bien por lo que estoy a punto de hacer. Y sin tener que forzarme a creérmelo, veo lo afortunada que soy. Como siempre me había visto antes de que todo esto pasara. Tengo un hijo que es para comérselo, tengo trabajo, vivo en un sitio maravilloso junto a la playa, mi porcentaje de sorteos ganados es de envidiar y en estos momentos tengo un magnífico plan. Ahora sólo me falta encontrar a un hombre para poder llevarlo a cabo.».

© 2015, Rosario Vila.

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